Relato 4. La Cañada Irreal -1993-
Nostalgia
del pasado. Soledad en el presente. Esperanza para el futuro. Vivo en un mundo
de penumbras. Cada noche salgo de mi lúgubre estudio de 20 metros cuadrados
ataviado como un pordiosero: con mis habituales cuatro harapos grises, pálido
como un muerto, con sudores fríos y dolores que me carcomen el abdomen. Son los
síntomas característicos del mono. Ese maldito síndrome de abstinencia te acaba
transformando en un monstruo irracional e irascible capaz de cualquier cosa con
tal de aplacar su sed. Por eso, como mal menor, un día sí y otro también parto
en busca de mi droga, mi sustento y lo único que aún me hace feliz.
Camino
apresuradamente hacia los bajos fondos de la ciudad como cualquier otro ser
marginal, oculto bajo el manto oscuro que me proporciona la noche. Frecuento
lugares a los que solo llega la inmundicia, las ratas, los gitanos y los
yonkis. Subterfugios urbanos que selecciono meticulosamente por mantenerse
ajenos a las leyes que rigen nuestra sociedad moderna. No hay policía, ni gente
de bien, ni vecinos... Encuentro esa intimidad que tanto valoro a la hora de
matar el mono. Siento vergüenza de lo que soy y en lo que me he llegado a
convertir, aunque a diferencia de la mayoría de mis colegas, yo todavía sigo vivo.
Por este motivo estoy aquí, porque en este pequeño inframundo del siglo XXI,
aparentemente tan solo soy un miserable más.
Todos
vagamos como almas en pena afanándonos en conseguir esa sustancia prohibida que
nos ayude a apaciguar el mono. Cada uno viene a por lo suyo: heroína, cocaína,
metanfetaminas, crack, hachís… y bueno, yo también vengo a por lo mío: la droga
más pura y letal que existe, la que crea una mayor adicción y dependencia… la
sangre. Tanto mi vida como mi humanidad, dependen de una descomunal ingesta
diaria de plasma, hematíes, leucocitos y plaquetas. Exactamente 4 o 5 litros de
sangre diarios, el equivalente a dejar totalmente seco a un ser humano adulto.
Por eso mato una vez al día, porque mi droga también es mi pitanza. Quitar una vida
me devuelve la mía durante unas horas. Mis ojos brillan de nuevo con
intensidad. Mi cabello vuelve a lucir sano y vigoroso. Mi piel recupera todo su
esplendor, al tiempo que mis sentidos y mi fuerza se ven sorprendentemente
amplificados. ¿Quién no se engancharía a una droga con tales efectos?
Y
así desde el 1793, 200 años. Soy lo que soy, un strigoi o un vampiro, como se
nos conoce más popularmente, y vengo a este hipermercado de la droga de La
Cañada Irreal, porque hoy quiero, deseo y necesito, comerme a un cliente muy
especial.
El origen de la eternidad.
El
día que me transformaron, ese mismo día, descubrí que realmente existía nuestra
especie. Lo recuerdo como si fuera ayer. 1793, año en el que moría guillotinado
Luis XVI y la Convención Francesa declaraba la guerra a la España de Carlos IV.
- Cómo iba a creer en vampiros un intelectual reformista como yo -. Era la
época de la ilustración, el siglo de la luz, y yo era un joven de 31 años
carismático y uno de los máximos valedores de la razón humana frente a
fundamentalismo de la fe cristiana y el feudalismo, que predominaban entonces.
Pero mis revolucionarias ideas incomodaban a los defensores a ultranza del
Antiguo Régimen. Supongo que por este
motivo, la noche del 13 de junio de 1793, cuando regresaba a casa por un
sombrío y desértico callejón adoquinado, me asaltó un hombre corpulento de raza
gitana, tez aceitunada, facciones marcadas y ojos negros y rasgados. No lo vi
venir en ningún momento, ni a él, ni a la navaja albaceteña que hundió en mi
pecho, al tiempo que espetaba en caló: “¡Muerte al blasfemo del Rey!”. Luego,
se desvaneció en la lobreguez de la noche. Me dejó tirado, solo, agonizando,
aguardando una muerte segura, prematura e inesperada. Pero en vez de aparecer
la Parca para presentarme ante la muerte, se acercó a mí otra hermosa criatura
inmortal. Creí que eran los delirios de un moribundo cuando vislumbré a esa
elegante mujer surgir de la nada. Se inclinó sobre mí sigilosamente, acarició
mi cabello con suma delicadeza y cuando me tenía totalmente sometido a sus
encantos, hincó sus afilados colmillos en la yugular de mi cuello, como la
leona que mata suavemente a su presa antes de devorarla. No había dolor, solo
paz y una tremenda incredulidad -¡No puede ser, eres una vampiro?-, balbuceé. A
lo que ella me respondió de forma pausada y afable - “Rodrigo, el mejor truco
del diablo fue convencer al mundo de que no existía. Recuérdalo siempre y serás
eterno”-. Ese día, pese a no hallar nunca mi cadáver por razones obvias, todo
el mundo me dio por fallecido: mi familia, mis amigos, los colegas; incluso la
policía, después de analizar la escena del crimen, realizar sus pertinentes
pesquisas y localizar el arma ensangrentada del delito, concluyó que se trataba
de un homicidio. Eso sí, la policía del Antiguo Régimen nunca detuvo al que era
uno de sus sicarios habituales: “El Pinchos”. Nunca se supo nada de él. Unos
decían que había emigrado a Perú. Otros, que estaba en una fosa criando malvas.
Rumores y más rumores. El único hecho contrastable fue que se esfumó sin dejar
rastro, como si se lo hubiera engullido la tierra.
13 de junio de 1793 - DEP Rodrigo García Maltés.
Tres
días después de mi muerte, me alcé renacido como neófito, es decir, como un joven strigoi receloso y
confuso. Era como un bebé de 31 años de 177 cm y 80 kg., que carecía de
recuerdos recientes. Era yo, pero a la vez no lo era. Estaba en una diminuta y
austera celda, sin ventanas ni ventilación. Mis sentidos se habían agudizado
hasta el punto de resultar molestos. No había ni el más mínimo resquicio de
luz, pero mi visión era más nítida que nunca, brillante y rica en contrastes.
Tenía la sed y el hambre de mil hombres.
Y físicamente, me sentía poderoso como el increíble Hulk pero también
atrapado. Necesitaba escapar. Y justo cuando estaba a punto de poner a prueba
mis renovadas fuerzas sobrehumanas haciendo añicos la puerta… ésta se
entreabrió sola. Inmediatamente, asomó una hermosa mujer rubia de ojos azul
cobalto y rasgos felinos y estilizados. Mi creadora y mentora, María. Una mujer
de 18 años de aspecto dulce e inofensivo, que en realidad era una sutil y letal
depredadora de 373 años de edad.
Nunca
me aclaró por qué aquella calida noche, me convirtió en su compañero de
cacerías en vez de chuparme hasta la última gota de sangre como hacía cada noche.
Supongo que se había hastiado de la soledad y me hizo suyo como quien se compra
un caniche. Durante años, María me instruyó en el arte de la caza humana
nocturna: exploración de la zona, selección de la presa más débil, observación
de hábitos, paciencia y, finalmente, ataque rápido y mortal. Pero sobre todas
las cosas lo que más le preocupaba era la supervivencia. Ésa era su obsesión.
Siempre insistía en lo mismo -“Ocúltate en suburbios marginales, aliméntate de
borrachos, menesterosos y moribundos que no importen a nadie, vive en guetos
donde abunden los enfermos y nunca, nunca, llames la atención. Así, vivirás más
Rodrigo”-. Según ella, la época dorada de los vampiros había concluido y ahora,
tocaba ocultarse. María siempre sostuvo que la exposición vampírica solo podía
conducirnos a la extinción. Y tenía razón. A mediados del siglo XIX, Isabel II,
conocedora de la existencia de los strigoi y de la amenaza que suponían para la
raza humana, creó la Legión de los Caballeros del Sol, una unidad de élite cuya
finalidad era identificar y eliminar a nuestra especie. Sin juicio, sin defensa
y sin piedad, aseveraba el militar al mando: el General Narváez. Sabían dónde
encontrarnos, cómo aniquilarnos, conocían nuestras debilidades y poseían los
medios necesarios para llevar a cabo el cometido con éxito. Empezaron entonces,
los días del cazador cazado.
La
gran mayoría fueron blancos fáciles. Viejos y confiados strigois que habían
amasado auténticas fortunas con los años y vivían en mansiones de lujo. Se
consideraban inviolables, invisibles y se exhibían públicamente sin ningún tipo
de pudor: tenían esclavas de sangre, cazaban a las mujeres más hermosas de la
alta sociedad en lugares concurridos y dejaban una estela de cadáveres a su
paso. A Éstos, los tenían a todos localizados y cayeron como moscas
rápidamente. Todos. Ejecutados de día con estacas de madera, mientras yacían
aletargados en sus minúsculos habitáculos opacos.
María
y yo, sobrevivimos hasta el fin del reinado de Isabel II ocultos en el recién
estrenado alcantarillado de Madrid. Casi 20 años instalados en los húmedos
canales subterráneos de la ciudad, por donde corrían más ratas que agua. Eso
sí, fue un nido seguro que nos mantuvo a salvo durante el día, nos permitió
desplazarnos discretamente de madrugada y cazar borrachos, meretrices,
mendigos, enfermos de cólera... sin levantar sospechas, ni alarmas. Era la
filosofía de vida de María –“Aliméntate de los marginales, de la gente no
deseada, de los despojos humanos. Cómete las sobras de la sociedad. Aquellos
que el mismo reino de España arrojaría a la basura si tuviera potestad para
hacerlo.”-. Y hoy, esa filosofía de vida, casi siempre, también es la mía.
13 de junio de 1993. El último día.
Hoy
cumplo 2 siglos y toca celebrarlo a lo grande. Toca romper las normas de María
y matar, no cazar, simplemente matar. Toca dejarme llevar por mis instintos más
salvajes. Toca aparcar a un lado el autocontrol. Toca dar rienda suelta a la
bestia oscura que vive dentro de mí. Toca disfrutar de lo que soy: un depredador
atroz. Solo es 1 vez cada 100 años.
Debo
apresurarme porque en 24 horas zarpa mi barco desde A Coruña. Una expedición
científica, rumbo al Polo Norte, me trasladará al retiro dorado de los
vampiros. Un lugar donde las noches nunca terminan y donde me reencontraré con
María, mi María, después de que el 9 de agosto de 1939 abandonara la España de
Franco. En esos tiempos, pese a que María lo era todo para mí: mi madre mi
amor, mi amiga y mi consejera, no pude partir con ella. Entonces, aún tenía un
tema pendiente que atender, que espero resolver esta misma noche.
Camino
con paso torpe por la Cañada Irreal, cabizbajo para mostrarme sumiso y acabado,
fingiendo el andar vacilante de los yonkis. Mientras,
escudriño con mi olfato súper desarrollado un área de unos 300 metros a la
redonda en busca de mi regalo de cumpleaños. Entre un sinfín de aromas
insufribles: de heces, orín, heroína, roña, cocaína, esperma, basura y perfume
barato, esta noche espero encontrar una droga muy especial. Una sangre añeja que
llevo esperando catar desde hace, concretamente, 200 años. Llevo años
siguiéndole la pista, por eso, estoy convencido de que anda por aquí, de hecho,
creo que nunca se marchó.
Por
fin, husmeo su rastro. Es
él. Esa fetidez a axila rancia es inconfundible. Si hace 200 años hubiera
disfrutado de este olfato tan exquisito, su tatarabuelo nunca podría haberse
acercado a mí a menos de 20 metros sin que lo detectara y hoy, mi cuerpo
llevaría 140 años a dos metros bajo tierra, inerte. Es
un hombre de unos 40 años, de rostro curtido, un camello de poca monta de la
Cañada Irreal. Pero hoy lo será todo para mí: mi camello, mi droga, mi
sustento… mi regalo.
Me
acerco a él lánguidamente y con voz entrecortada le pregunto: -¿U una pa pa
papelina de de 20 eu euros?-. El
descendiente de “El Pinchos” asiente con la cabeza de forma altiva y me lleva a
un callejón sin salida, ni iluminación. Camina frente a mí, confiado,
satisfecho por haber conseguido una venta tan fácil. Como
hace 200 años pero al revés. Ahora él es la víctima, la presa, el vino, el
filete, el brazo de gitano… esta noche lo es todo para mí.
El
latido de su corazón aún es pausado. Recorre un par de pasos más, se detiene y
cuando intuyo que está a punto de girarse, me abalanzo ferozmente sobre su
yugular como un lobo hambriento. Mis caninos atraviesan la carne y los tejidos de su cuello con suma rapidez, impidiéndole pronunciar ni una sola palabra de auxilio. Mientras, lo abrazo con tal mezcla de rabia, rencor y deseo, que le
quiebro varias costillas justo antes de lanzarlo violentamente contra el suelo.
María no estaría orgullosa ante tal carnicería, pero en el fondo, es lo que
soy, es lo que somos.
Su
corazón empieza a latir de forma acelerada, es el miedo, la sospecha de que la
muerte acecha y la amarga sensación de que te van a despojar de tu bien más
preciado. Su corazón cada vez bombea sangre a más velocidad y yo cada vez
succiono más y más deprisa, hasta la última gota, hasta que se detenga el
reloj de la vida.
El
descendiente de “El Pinchos”, desconcertado y mortecino como yo lo estuve hace
200 años, masculla: -¡¡¡Eressss un puto va-ampiro!!!! No, no, no existes, no
eresss re, re al-. A lo que yo le respondo con tono afable: -“El mejor truco
del diablo fue convencer al mundo de que no existía. Vayas donde vayas,
recuerda siempre que soy lo que soy, gracias a tus ancestros.”-.
Así es el
dulce sabor de la venganza, un plato que se sirve… tibio.
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