Relato 3. Adicto a la vida.
¿Me
toca? ¿sí? Okay, allá voy. Soy Carlos Orlando Suárez, Director de un Bingo de
éxito en Benidorm, tengo 33 años y soy adicto al sexo. Personalmente no le veo
el problema, simplemente sigo esa máxima tan jipi de hacer el amor y no la
guerra, -¿Es eso algo tan malo, tan indigno?- Creo que no. Solo que este lema
pacifista de los años 60 yo lo pongo en práctica a todas horas, en cualquier
lugar, público o privado, y con todo tipo de mujeres, sean como sean, porque
también es innegable que en tiempos de guerra cualquier agujero es trinchera.
Pero claro, después de estar imputado en varios delitos por escándalo público,
mi psiquiatra ha insistido en la imperiosa necesidad de que acuda a esta
terapia de grupo tres veces a la semana. Y aquí estoy, rodeado de 6 colegas, 6
magníficos vividores como yo.
Bueno
prosigo. Dicen los expertos que estas charlas sanarán nuestras mentes enfermizas,
obsesivas, lascivas, lujuriosas, avariciosas… y volveremos al rebaño, al buen
camino… a vivir la vida como se supone que la deberíamos vivir. Porque, según las
normas establecidas, los que estamos aquí follamos, comemos, bebemos, jugamos,
ahorramos, gastamos… pero en exceso, más de lo normal, dicen. Pero, ¿quién
determina lo que se considera normal, amigos? En la época romana de Nerón,
Tiberio o Calígula, todo era excesivo, excéntrico y decadente: se montaban
bacanales en nombre del Dios del vino, se bebía sin medida alguna, se servían
cantidades ingentes de comida, se llevaban a cabo todo tipo de fantasías
sexuales, se daban por culo entre hombres, follaban en grupos de no menos de 3
personas… ¿y creéis que necesitaba toda esa gente una jodida terapia de grupo como
nosotros? Ni
de coña.
Los siete que hoy estamos aquí, en otra época, en vez de reunirnos
para que nos ayudasen a dejar de hacer lo que más nos gusta hacer, estaríamos
compartiendo orgías de sexo, comida y alcohol con la alta sociedad,
disfrutando como cerdos de los placeres terrenales y carnales. Ey, pero soy adicto al sexo, no idiota. Sé
dónde estoy. Sé que debo cambiar para encajar en el mundo actual. Incluso sé
el motivo por el cual debo modificar mi comportamiento. No, no, no, doctor, no
me hable de la evolución lógica de una sociedad civilizada. Hable de la
evolución del puritanismo de las religiones, que en el S-XII condenaba como
herejía la fornicación entre dos personas no casadas. Y hoy cualquier lugar es
bueno para que dos desconocidos echen un polvo de mutuo acuerdo. Que Santo
Tomás de Aquino tildaba como pecado de la inmundicia una simple y relajante
paja. ¿Y quién no se la machaca hoy en día un par de veces a la semana? Y la Santa
Inquisición, ay, que de santa tiene lo que yo de inmaculado. Quemaban en la
hoguera a los acusados de Sodomia en la Edad Media. Y hoy los homosexuales
tienen sus caravanas del orgullo gay, sus hoteles exclusivos, programas de TV,
marcas de ropa… Así que intentaré poner
límites a mi lujuria, sí,
pero no estoy loco, ninguno aquí lo estamos. Tan solo somos personas avanzadas -¿o retrasadas?- a
nuestros tiempos, gente que vivimos sin tabús, sin prejuicios, totalmente
libres. Y ya para acabar, asevero aquí, ante mis colegas de excesos, que me gusta fornicar todos los días, a todas horas, no me importa si es un misionero, un doggy style o un simple quicky, y que no considero que eso sea una
enfermedad, ni mucho menos un pecado capital. Bueno, entonces qué gente, ¿vamos a tomar unas cañitas al salir?
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